País sin nombre

por Mauricio Toro-Goya - 2023
En el texto dramático La tempestad, de William Shakespeare, se pueden encontrar nociones de cómo se veía desde Europa el proceso de conquista del territorio americano. Entre los personajes de esa obra está Calibán, el bárbaro, que es rescatado de su salvajismo por Próspero, el conquistador. Aquel se somete a los designios del amo y lleva una tensa relación con su antagonista, el esclavo Ariel, quien ya domina la lengua y desprecia a su par, sometiéndose sin resistencia al poder.

Este encuentro parece ser parecido a la distancia y desigualdad que existe entre los habitantes de las dos Américas que hablan distintas lenguas en un mismo continente, que remite a la separación establecida entre la América “latina” y la de habla inglesa. Se trata de los eternos desencuentros de un pensamiento colectivo, que van más allá de la lengua aprendida de los europeos, como en el ejemplo de Calibán, donde la lengua que nos enseñó el amo la usamos para insultarlo y encararlo por sus malos tratos. Como comenta Escobar:[1] “Una cuestión que tiene que ver con el ejercicio del poder y sus dos caras: la dominación y la subordinación”.

Existe así una nordomanía, ya que es en Estados Unidos donde se niega toda posibilidad a lo latinoamericano. Pero los habitantes de la América del Sur no somos los únicos en una posición de desmedro en la órbita del modelo capitalista: existen muchos otros países que viven la marginalidad respecto de los centros del poder económico, siendo aquellos siempre postergados en pos de los intereses de estos. La dificultad mayor radica en que algunos de los paísesbárbaros mestizos, colonizados por los españoles, actualmente van imitando y cediendo espacios de control a los estados-economías dominantes, transformándose en copias mal habidas de los modelos exitosos del primer mundo. Ser copia no trae consigo el desarrollo de un pensamiento entendido como propio, ya que el neoliberalismo ha marginado de su diseño y ejecución toda posibilidad de repensarnos como americanos. Por el contrario, este modelo saca jugosos dividendos de nuestra fragilidad identitaria, que se nos impone sin elección, sobre todo desde el lenguaje aprendido del colonizador. Pero existe aún, pese a las brutales transformaciones, una fuerza simbólica, una tenacidad que es inherente a los pueblos sobrevivientes del exterminio colonizador.

La copia de los modelos adoptados y las formas de relacionarnos con las otredades nos llevan a ser un continente racista, donde los países que mejor han sabido llevar el modelo económico neoliberal parecen ser un imán para la migración americana; me refiero con esto a las economías de Estados Unidos por el norte y de Chile por el sur. Los estadounidenses ven con distancia y proteccionismo fronterizo a sus vecinos continentales, de la misma forma que nuestro país ha aplicado políticas similares respecto de la región. Las crisis sociales y económicas que han debido enfrentar los distintos países de América Latina han provocado procesos migratorios considerables, y así también se han endurecido las medidas restrictivas para que las personas puedan transitar entre los diferentes territorios.

Mis constantes viajes a México, desde el año 2010, me permitieron enfocarme en esta problemática y entender que el desplazamiento forzado crea incomprensibles residuos socioculturales que impactan, de forma habitualmente negativa, a quienes se trasladan en busca de mejorar su vida cotidiana. En la condición del migrante existe una constante: la búsqueda de la América prometida, el sueño americano, que hoy se ve representado por el modelo económico neoliberal y su presunta estabilidad. Así se establecen dos categorías de personas: aquellas vistas como inferiores, los migrantes latinoamericanos, y los europeos, llamados extranjeros, que reciben un trato diametralmente diferente. Esto se articula no solo desde la dependencia histórica; existe además un factor que se funda en los preceptos del modelo económico, que ve al migrante desde una esfera racista, donde su desplazamiento obedece principalmente a factores económicos y no humanitarios. “La obra de mano es bienvenida, pero no los seres humanos que la brindan”, escribe Heyman.[2] Por eso podemos decir que al modelo le importa, sobre todo, la ganancia económica, sometiendo al migrante a labores de explotación que muchas veces transcurren en la ilegalidad.

Este proceder se argumenta frecuentemente con formas jurídicas que están en contra de los derechos fundamentales de las personas. Según Tijoux:[3] “En Chile la <inmigración> se constituye como idea y se detiene en su uso solo en algunas personas, dejando expresar su definición más amplia y constriñéndose para devenir un estigma que etiqueta a ciudadanos de países específicos (Perú, Bolivia, Colombia, República Dominicana, Ecuador, Haití), situándolos en fronteras geográficas, espaciales y simbólicas que los desalojan de su ser social y cuestionan al Derecho y a sus derechos humanos”.

Vemos, así, que en Chile y Estados Unidos los factores raciales y económicos inciden directamente en las decisiones que permiten el tránsito migratorio, negándonos nuestro origen como habitantes de un mismo continente. Se trata de una suerte de coladero que filtra por medio de la blanquitud: a mayor blancura, mayores son los beneficios. El color de piel transfiere un sentido de propiedad territorial por sobre quienes habitaron y habitan estas tierras previo el período de la conquista, discriminando por etnia, raza y/o género.

En todos estos años que he trabajado acerca del tema de las fronteras, principalmente en México y Chile, he podido observar cómo los viajes, los tránsitos, los sueños y deseos de quienes emigran van conformando paisajes extremos en forma de un limbo apátrida. A esto se suma una zona en las fronteras que podría denominarse Tierra de Nadie o País sin Nombre, como he nombrado este proyecto por un verso del poema “País de la ausencia”, publicado en 1938 por Gabriela Mistral, en Tala.

El País sin Nombre es justamente aquel lugar donde los migrantes quedan abandonados a la suerte de sus propias vidas. Bien expone esto la denominación de “rebotados”, como se llama a aquellos a los que no se les deja traspasar las fronteras. Mistral, en su condición de eterna migrante, escribe: “En país sin nombre me voy a morir”. [4] En ese verso ella está haciendo alusión a Estados Unidos pero, principalmente, al lugar al que no se pertenece, porque el migrante nunca se siente parte de la tierra donde no nació.

Por lo general, quienes se desplazan no quieren regresar a sus países de origen porque ya vendieron todo lo que tenían allí o porque no quieren volver con las manos vacías, sin portar en ellas el sueño americano cumplido. La mayoría de los migrantes escapa de la pobreza, de la persecución criminal o política, o busca un mejor futuro para su familia.

Se comenta en la frontera de Tijuana que cuando los “gringos” necesitan trabajadores, los policías que custodian la frontera hacen vista gorda y dejan pasar libremente a los indocumentados. En el momento de habitar la frontera, los migrantes viven la desesperanza y la miseria. Ese espacio es el borde de lo marginal; también es un obstáculo natural, pues en ambos casos es el desierto que se proyecta simbólicamente o se sufre corporalmente. Ocupar el borde del margen es la situación más cruel que el capitalismo nos impone, que la mayoría de las veces pone en peligro la vida.

No entendía aquella condición inferior de vivir hasta que pude ver el muro en Tijuana, que se prolonga hasta el Océano Pacífico. Ese límite descomunal te hace sentir que ahí se acaba la tierra, como en el imaginario europeo previo a la llegada de Colón a nuestra América. Allí, en Tijuana, se acaba nuestra América, lo que está detrás del muro es la tierra prometida, la otra “América”. El primer sentimiento que sobreviene es de depresión, y conforme miras el murallón hecho de fierro te dan unos deseos incontrolables de saltarlo, de romper con todo. Esa misma ambición hace que muchas personas permanezcan allí, durante mucho tiempo, intentándolo. Muchos ahorran dinero por años y pagar para que algún “coyote” los pase, en una travesía que puede costarles la vida en el desierto.

Luzmary, hondureña, es una de las personas que conocí en Tijuana. Ella, su marido y sus tres hijos pequeños trataron de cruzar por el desierto. Luzmary me dijo que una noche hicieron un hoyo bajo la cerca y al cruzar corrieron sin rumbo. Para que los niños no se enteraran de lo que hacían, les dijeron que se trataba de un juego. En la oscuridad del desierto, debido a su salud deteriorada, Luzmary se quedó sin aire, y a pocos metros los detuvieron, los separaron y los encarcelaron. Cuatro días después fueron deportados. Esta familia lleva casi dos años esperando el resultado de un juicio que podría darles asilo humanitario. Viven en un albergue, los cinco en una habitación. No quieren regresar a su país, porque su familia está amenazada de muerte por los Maras hondureños.

Conforme vas fijando tu mirada en quienes deambulan sin rumbo por las calles de Tijuana, ves a los norteamericanos que pasan sin problemas a México. Van a hacer sus consultas al dentista, pues es más barato, o a disfrutar del trasnoche entre la prostitución y las drogas. Mientras, en la ribera del río que divide las dos Américas, se construyen improvisadas rucas hechas con neumáticos y alguna lona, dispuestas sobre lo que hoy es un basural; de ahí recogen lo que pueda ser útil para vender en puntos de reciclaje. Algunos se inyectan heroína mirando cómo flamea la bandera de las cincuenta estrellas tras los barrotes del muro.

Sergio, otro migrante guatemalteco que conocí, se me acercó a conversar para pedirme algo de dinero para comer. Vivía en una de las chozas del río y la verdad es que no quería comer: necesitaba dinero para comprar una dosis de heroína. Mientras platicábamos me contó que había sido deportado ya cuatro veces y llevaba tres años sin poder atravesar la frontera. Prefería vivir en esa condición que volver a su pueblo como un perdedor. Sergio sabe que al otro lado lo tratarán de manera miserable, pero prefiere los designios del país del norte que habitar la realidad marginal de su pueblo de origen.

Al seguir caminando por la orilla de la ribera, las historias se repetían con distintos matices. Quienes habitan ahí terminan generalmente sumidos en la droga, sin fuerza ni autoestima que les permita sortear nuevamente el muro.

En esta tierra me sentí un extranjero imposibilitado, como todos los que emigran. Ahí vi lo que mi posición de chileno no me deja ver en nuestras propias fronteras con Perú y Bolivia, pues somos parte de esta condición, tenemos la posibilidad de dominar o ser sometidos, dependiendo de nuestra posición y escalafón social, condicionada por nuestro origen y género.

El 20 de octubre de 2019, en pleno estallido social en Chile, ese que buscaba terminar con el modelo neoliberal reinante y construir un país donde la dignidad se hiciera presente, se sucedieron varios hechos de violaciones a los DD.HH. Uno de ellos fue la muerte de Romario Veloz, joven ecuatoriano-chileno que fue asesinado por militares apostados en las calles de la ciudad de La Serena. El joven recibió el impacto de una bala de guerra en su cuello, que le produjo una muerte instantánea. Su madre, Mary, a quien entrevisté, me dijo: “Me lo mataron por negro, él era el único negro en la marcha”.[5]

Al entrar en países como Chile o Estados Unidos, los migrantes no solo ven vulnerados sus derechos, sino que también son humillados, insultados, encarcelados y asesinados. El sueño americano es, seguramente, lo más parecido a una pesadilla. Mi trabajo habla sobre estas personas, habla sobre nosotros, el producto residual del capitalismo que habita en el borde del margen.

Con nuevas expectativas técnicas y en la búsqueda de abordar conceptos relacionados con el uso cromático en nuestra cultura latinoamericana, decidí explorar la fotografía color. Como en todos mis proyectos, la decisión del soporte está íntimamente relacionada con la propuesta estética y sus alcances políticos. En este caso me basé en la historia de la emulsión fotográfica, que durante varias décadas tuvo un sesgo racista. Eso, pues la película Kodak color, hasta avanzada la década de 1970, reconoció que su desarrollo tecnológico nunca consideró a las personas de piel morena o negra. Earl W. Kage, ex gerente de investigación de Kodak y director de Color Photo Studios, admitió que: “Nunca fue la piel negra lo que se abordó como un problema grave en ese momento”.[6]

La firma fotográfica en esos años repartió la conocida carta de color Shirley, una guía de cómo realizar buenas fotografías, y las referencias cromáticas para lograr un buen resultado en la toma. El nombre con el que se bautizó es el de la modelo blanca que posó para ese impreso técnico. En la carta, bajo el retrato de Shirley, se podía ver leer la palabra “buena”. Recién en los años 80, Kodak realizó cambios en sus emulsiones fotográficas debido a la presión recibida por los fabricantes de muebles y chocolates de Estados Unidos, quienes no lograban dar con los colores de sus productos al realizar sus registros fotográficos publicitarios. La Shirley Card multirracial apareció después de esta historia y la carta latina fue la última en incorporarse en la propuesta de los fabricantes, a finales de la década de los 90.

Usé en este proyecto película color Kodak, alterando la emulsión con rayas, pegamento y pintando su soporte, tensionando las posibilidades cromáticas del fabricante e intencionando la paleta de color de América “latina”, como una alegoría a ese color de la calle, al de nuestras culturas. Intervenir la cadena de producción ha sido siempre en mi trabajo un acto político, junto a los alcances de mis indagaciones estéticas, técnicas, conceptuales y autorales. Esto, con el propósito de elaborar imágenes que narren historias subterráneas que transitan en nuestros territorios más íntimos; historias individuales que son en realidad muy colectivas.

A estos registros los podría llamar “documentalismo barroco”, pues las historias le pertenecen a los y las que habitan en el margen; son historias que quedan grabadas en la placa negativa como huellas indelebles de resistencia. Las agujas y los cortadores que raspan y marcan la emulsión son como una suerte de cicatrices que nos recuerdan los siglos de lucha. En estas imágenes, quienes narran sus historias son los mismos que las actúan tal como las han vivido; y su puesta en escena es en realidad el espacio que habitan. Yo acompaño formando parte en el proceso de traducción simbólica, integrando el relato en el resultado fotográfico. La considero, entonces, una creación colectiva que no establece jerarquías, pues su fin es la denuncia política y la resistencia social, donde la figura del autor es funcional, en el sentido de que permite ser un medio para visibilizar otras historias que suelen estar invisibilizadas.

Molina [7] afirma que “el carácter documental de la fotografía parece más un principio tautológico entre la imagen y el presente, que una garantía ofrecida por la producción de la fotografía”. Entonces propongo que la elaboración de un documentalismo barroco permite romper con esa condición tautológica de lo documental, estableciendo otros parámetros en donde lo biográfico elabora nuevas posibilidades estéticas, conceptuales y narrativas. Esto, en mi caso, desde una identificación autoral marxista, que no es solo la crítica o la posición antagónica del actual modelo económico anquilosado, sino que propone intervenir la producción, poniendo lo vital como elemento condicional de la creación fotográfica autoral para romper con la dependencia que establece el capitalismo en tanto orden productivo, social y político.

Chile y EE.UU. son hoy un maldito camino o yo soy del país donde mis hijos coman

La relación de Chile y EE.UU. la puedo sintetizar en la imagen de la banderita chilena enmarcada dentro de la bandera de Estados Unidos, exhibida y largamente difundida en medios de prensa de una visita oficial realizada por Sebastián Piñera a Donald Trump, el 28 de septiembre de 2018. Para el entonces mandatario chileno, aquella “coincidencia” era una ejemplar manera de exhibir el triunfo del modelo neoliberal y la “necesaria” dependencia de un pequeño país al sur del continente con el país del norte. Aquel modelo ha sido y sigue siendo un laboratorio ideológico heredado desde la dictadura de Pinochet. Chile, una suerte de copia feliz del Edén económico de un capitalismo extremo, que se ha ido instalando en las últimas décadas en varias naciones de América Latina, cambiando la realidad planetaria y aumentando la desigualdad. Solo para dar un ejemplo, en Chile, el uno por ciento de las personas más ricas concentra el cincuenta por ciento de toda la riqueza del país.

El modelo tiene efectos en las crisis medioambientales, económicas, sociales y culturales. Para quienes diseñaron estos parámetros, el sistema ha sido muy exitoso, pero para todo el resto ha resultado un total desastre. Además, ha permitido que nuevas organizaciones vinculadas al narcotráfico y al poder económico se instalen en nuestros países, trayendo consigo la violencia más extrema y la pérdida de valores colectivos, así como la instalación de zonas de sacrificio medioambientales, daño a la educación y la salud pública, entre otros tantos efectos.

Hay muchas personas migrantes que inician un largo camino para encontrar en los países neoliberales la solución a sus problemas, pero la realidad es que aquellos territorio mantienen un sistema de violencia, racismo y clase. El capitalismo ha logrado reinventarse siempre, logrando apaciguar la furia y los movimientos sociales con encerronas que asfixian los mercados, desemplean a obreros y a trabajadoras, o hacen sentir a través de los medios de comunicación que dominan o por medio de los procesos legales que intervienen, que es válido y necesario el progreso que destruye el medio ambiente y la dignidad de las personas; todo para capitalizar el perverso sentido de acumulación de riquezas que exalta el modelo. Más encima, haciéndonos pensar “a las personas comunes” que somos parte de las decisiones y que aportamos con nuestras ideas desde nuestros respectivos espacios, ya sea la lucha o el sometimiento o las contradicciones; esas últimas las podemos lucir sin temor, más bien como un privilegio de ser los marginados de la dignidad. En nuestro presente imperan el abuso y la ilusión como un largo camino a la nada.

Cada persona con la cual me encontré en la ruta migrante tenía algo en común: la pobreza y el miedo. Algunas han llegado a caminar hasta cinco mil kilómetros para encontrarse con la frontera que deben saber pasar sin morir en el intento. Al inicio de este proyecto veía el proceso de migración en nuestro continente como la eterna búsqueda de un sueño, algo parecido al deseo que sentí en mi juventud, que era escapar del país gobernado por el tirano de Pinochet. En este camino vi a personas solitarias y a otras acompañadas por sus familias avanzando según sus propias posibilidades. Las que persiguen un objetivo claro tratan de acortar las distancias y planifican sus viajes de la forma más eficiente posible. Otras, por desconocimiento, usan rutas peligrosas que la mayoría de las veces les traen dolorosas y trágicas experiencias. En el viaje hay de todo, buenas personas, aventureros y delincuentes. La mayoría de las veces es por desconocimiento que los migrantes caen en las manos de inescrupulosos que buscan abusar de ellos, robarles o estafarlos. Pero uno entiende que siempre hay un denominador común que impulsa a emigrar: la violencia, ya sea política, económica, medioambiental, social o familiar, producto de modelos ineficientes que han afectado el tejido social.

Mientras avanzan, los migrantes se van encontrando en el camino con paisajes asombrosos y peligrosos, espesas selvas, alturas de los Andes, desiertos, grandes ríos y llanuras infinitas. No sé si las personas alcanzan a lograr conectarse con estos espacios y a contemplar su belleza y extensión. Acaso aquella forma contemplativa de ver el entorno no es posible de conseguir cuando estás al límite de tus fuerzas. Pero quiero imaginar que, en sus descansos, esos hombres, mujeres y niños van pudiendo grabar estos panoramas en su memoria.

Me gustaría quedarme ahí, frente a esos paisajes, pues mis impulsos primarios buscan esos lugares sin urbanización, donde la naturaleza te hace sentir pequeño. Quizás se deba a que viví siempre en el mismo territorio, llevando una vida más estable que la de quienes salen en busca de nuevas oportunidades. La verdad, a mí no me atraen las grandes urbes, menos cuando se destruye una relación sustentable con el paisaje. Cuando eres capaz de fijar tu mirada te percatas de que el sistema va destruyendo todo a su paso, pero mientras más te acercas a las megaciudades más ves la contradicción del sistema.

En el desierto del norte de Chile, en Alto Hospicio, Iquique, se encuentran varios colosales vertederos de ropa donde se botan las prendas pasadas de moda de las tiendas del retail o las que no han sido seleccionadas, cuyo bodegaje es muy costoso. La columna de ropa, nueva y sin usar, mide kilómetros. En este lugar, los inmigrantes vienen a buscar prendas para vestirse y vender en ferias. Eso, cuando el vertedero no es quemado. Entonces, columnas de humo negro contaminan todo el paraje alrededor.

Por otro lado, la minería, la industria agrícola y ganadera están usando y contaminando gran parte del agua en toda Latinoamérica. En el desierto de Chile, entre Antofagasta y Calama, los relaves de material inservible de la explotación minera son verdaderas pirámides, nuevos espacios arquitectónicos que monumentalizan la contaminación, simbolizando el progreso en el capitaloceno. Mientras, en la playa de Tijuana el muro de metal que divide México con EE.UU. ingresa 50 metros en el mar, y el río que pasa por el centro de la ciudad ya no lleva agua y también está contaminado, aunque su hermano fluvial en la ciudad de San Diego goza de caudal y limpieza.

En la ruta migrante se puede distinguir entre qué personas buscan llegar pronto a su destino para establecerse, ya sea en Estados Unidos o en Chile, dependiendo de dónde hayan iniciado el viaje. Esas personas son discretas y buscan alejarse de los campamentos improvisados po grupos de mayor volumen. Hay otros que se vinculan, porque se trata de familias e intercambian apoyo del cuidado de los niños y niñas, repartiendo alimentos y pañales. Otro grupo es el que a primera vista parece ser el más pobre y marginal, donde abundan hombres jóvenes y adolescentes y algunas mujeres. En la improvisada orgánica existen otros que al verlos uno sabe que son personas en inmigración constante. Estas caravanas se van cruzando en la ruta y se pasan información de las distintas condiciones en el trayecto: unos regresan, otros van, algunos prueban viaje a Estados Unidos y si este falla lo intentan en dirección hacia Chile.

Estos procesos migratorios tardan años, en algunos casos hasta una década para poder concretarse. Los migrantes viven en condición de calle en cada país por donde deben pasar y nunca son parte del sistema de ayuda de los albergues: mendigan, limpian parabrisas en las esquinas o venden golosinas para financiar sus gastos básicos.

Ismael salió a los 9 años de Venezuela junto a su familia. Cuando llegaron a Perú, luego de vivir en Colombia y Ecuador, inició su viaje solo a Chile; ya tenía 13 años. Tardó otros dos en cruzar por el paso de Colchane, en la Provincia del Tamarugal, de forma ilegal. Mientras conversamos en la playa de Iquique, lugar donde vive hace casi un año junto a sus amigos, comenta: “Me vine a Chile para buscar nuevas oportunidades, trabajar, ser alguien. Aquí pude comprar mi primer teléfono y me regalaron estas zapatillas de buena marca. Vengo en la ruta desde los 9 años, he aprendido a cocinar y a trabajar en lo que sea. Quiero llegar a Santiago, me han dicho que es una ciudad llena de oportunidades, pero no hemos podido salir de aquí, porque no tenemos las vacunas. Llegando a Santiago me reuniré con mi mamá”. Él no había sabido de su familia en los últimos tres años, hablaba con seguridad y sin la tristeza penosa del mendigo que se excusa en historias lastimeras. La verdad es que no sabía si encontraría a su madre en Santiago, no tenía ningún dato de ella.

Los jóvenes hacen trabajos menores; por las tardes reúnen dinero para cocinar algo, que no varía del arroz o los fideos con huevo y salchicha. Cuando el plato lleva huevos es señal de un gran día, y la Coca-Cola es una celebración. Después de comer algo, arman sus carpas que han permanecido ocultas en los roqueríos, se duermen temprano y salen por la mañana a juntar lo primero que encuentren para desayunar. Esto es muy relativo, muchas veces solo comen una vez al día. Tener pertenencias en el viaje se hace difícil. Puedes reconocer a los que llevan muchos años en la ruta pues viajan livianos. En los grupos bien coordinados se cuelan jóvenes que van solitarios y son más marginados. Aquellos que tienen problemas de adicción y otros muy enfermos van quedando en la ruta y pierden vínculos, así como sus objetos de valor.



Sergio vive hace cinco años en el lecho del río en Tijuana. Quiere regresar a San Diego, Estados Unidos, ciudad que está ubicada a pocos kilómetros de donde él está sobrellevando su día a día. En su ruco hecho de neumáticos y restos de basura se inyecta chiva, heroína y otras drogas. Para hacer este ritual, que calma su paranoica ansiedad, se cubre con un plástico negro, así el viento no le lleva el polvo que debe quemar en una pipa o cuchara para luego inyectarse con una jeringuilla reutilizada; ni hablar del uso de agua destilada u otros elementos de sanidad. Consigue la dosis por 50 pesos mexicanos. Para reunir ese dinero busca basura que pueda vender en los puntos de reciclaje. Así como él, varios adictos deambulan con sus carros de supermercados llenos de chatarra. Habitan en este campamento, que es el primer sector habitacional que se puede encontrar en la frontera. Esta visión contrasta con lo que se puede ver desde el ruco de Sergio a través de las rejas del límite fronterizo: al otro lado está todo ordenado y limpio, hay centros comerciales y buses eléctricos.
Serg

La desvinculación familiar es parte de los caminantes solitarios que buscan, de una forma u otra, un mejor futuro y calidad de vida. Veo en estas decisiones algo de ingenuidad, pues la realidad en los países donde proyectan su futuro no es como lo imaginan. Muchas personas ya instaladas en Chile o Estados Unidos les dicen a sus familiares que están bien y que han logrado estabilidad. Eso lleva a que otros del grupo decidan emigrar, pero la idea de bienestar casi siempre se vincula a posibilidades laborales, no a un equilibrio digno de crecimiento integral.

Carlos está en un albergue ubicado junto al muro de Tijuana. Se prepara para tratar de saltar nuevamente. Le ha tomado tres meses recuperarse después de haber caído y haberse fracturado una pierna por tratar de cruzar. Los días en el albergue son lentos y se viven llenos de ansiedad. Cada persona, de paso por allí, ya ha fracasado al tratar de traspasar el muro. Entonces son deportados y viven en el abandono. Carlos me dice: “He estado varias veces trabajando al otro lado. Hay días y meses que los gringos necesitan trabajadores agrícolas, ahí abren el paso y hacen vista gorda, pero con Trump se puso difícil. Esta vez pasaré buceando por la playa. Estoy esperando los días de niebla, así los policías no te ven. Me gusta ir y venir, eso ha sido mi forma de vida”.

A ese mismo lugar llegan voluntarios a apoyar a estas personas que están de tránsito y que muchas veces prolongan su estadía porque no tienen cómo volver. Alberto ya lleva tres días en cama. Cuando lo vi vomitaba en un tarro plástico junto a su colchoneta. Pasé a su lado sin querer molestarlo. Después de un par de días lo entrevisté. Estaba con una infección provocada por estar mucho en las aguas frías de la playa esperando pasar. “Me frustré porque no pude pasar, los policías me vieron y llegaron con lanchas, me golpearon con un palo y logré zafarme ya que estaba mojado y resbaloso. No me sequé y con el poco dinero que tenía me fui a comprar chiva. Estuve tres semanas perdido, comencé a enfermar de los pulmones. Ayer me pusieron antibióticos, pero estoy vomitando por la abstinencia.”

Vinela es venezolana. Por muchos años trabajó en la Biblioteca Nacional de su país. Creció oyendo las historias de las revoluciones que le contaba su padre. Llegaron los tiempos de la instalación chavista que buscaba implementar un nuevo camino de la izquierda en Sudamérica, inspirada por los principios de Bolívar: la descolonización y la unificación latinoamericana con un objetivo social común. Los años fueron comprimiendo la economía de su país y la muerte de Chávez trajo consigo una incertidumbre que se ha visto institucionalizada por Nicolás Maduro. La inestabilidad empujó a Vinela a emigrar hacia Estados Unidos con su familia, pero finalmente decidieron instalarse en Colombia.

Cuando conversamos veo en ella el brillo en sus ojos, la imagino luchando por la dignidad que apela la izquierda, pero no esa izquierda que ya tanto nos ha defraudado, hablo de la que hemos idealizado. La veo atravesando la selva mimetizada en el verde casi negro del follaje abundante de estas zonas. Su rostro se tensa, hay un gesto de sinsabor, creo que le gustaría volver a aportar al sueño bolivariano. Le pregunto si regresaría a su país. Dice: “Una vez, hace años, cuando yo no pensaba en migrar, la conserje de mi edificio, que era peruana, me dijo ‘yo soy del país donde mis hijos coman’. Me quedo con esa frase”.

María Ester llegó a vivir al Bronx cuando tenía 12 años, hoy tiene 36. Formó su familia junto a otro mexicano, con quien tienen dos hijos. No ha podido regresar a México, ya que aún no logra legalizarse. Ha enviado a su hijo mayor a ver a su abuela en Oaxaca. “A mis hijos no les gusta México, prefieren aquí. Yo llegué con el sueño de ganar suficiente para ayudar a mi familia y un futuro mejor, pero la verdad es que se me pasa la vida sin tener nada y lejos de mi país.” María Ester trabaja en un restaurante mexicano en la calle 172. Trabaja ahí todos los días como mesera desde hace ya casi dos décadas. Está atrapada en esta realidad. Seguramente en México sería más pobre, pero tendría mejores redes en el ámbito afectivo. En el Bronx solo le alcanza para vivir el día a día.

Jersey llegó a Chile con sus cuatro hijos. Caminó desde Venezuela, cruzó por Colchane y desde hace tres meses vive en una carpa junto a sus pequeños en Iquique. “Me dijeron que aquí se podían tener dos trabajos, que te quedaba dinero para enviar a tu país; que en Chile toda la gente era muy buena, pero la realidad es otra, todo lo contrario. Llegando nos quemaron las cosas, incluso llegó un señor y nos dio panes envenenados. Tuvimos que salir arrancando y ubicarnos aquí, los niños quedaron traumados. Yo me quiero regresar, ni siquiera me da para vivir el día. Unas señoras de la iglesia nos traen leche y pañales para los más pequeños.” Su realidad es precaria. Jersey se retiró de la escuela de muy niña para ayudar en su casa; su educación escolar es casi nula. Entre sus relatos de la aventura de miseria y riesgo para llegar a Chile, se logra entender que en su país las prioridades de educación para los sectores necesitados no han sido cubiertas, y nacen las interrogantes acerca de los modelos políticos y su implementación en Latinoamérica.

Últimamente, en Chile transitan principalmente venezolanos. No son muy queridos; se les atribuye ser problemáticos, violentos, delincuentes. Estas nociones no solo las escuché en las rutas que los llevan hasta nuestro país. También retratan la imagen que tienen de ellos en su tránsito por México de camino hacia Estados Unidos.



Me acerqué a una persona en el basural de Alto Hospicio pensando que era inmigrante. Me contó que él era el rey del basural: “Yo vivo aquí hace veinte años. Al comienzo llegaban los inmigrantes colombianos al rebusque de basura, pero hace tres años comenzaron a venir venezolanos, querían tomarse el terreno junto al mío, yo los saqué de ahí. Volvieron al día siguiente armados con cuchillos, me atacaron y me defendí, me hicieron esta herida en el pecho, me enterraron un cuchillo, quedó atrapado en las costillas a un centímetro del corazón. Me salvé por poco. No volvieron, escaparon, son los peores”.

En Juchitán, México, se ve a muchas personas inmigrando. Este lugar es parte de la ruta del tren llamado La Bestia. A las personas se les da un salvoconducto que dura 20 días. En ese lapso deben regularizar sus documentos migratorios, pero ese es un tiempo insuficiente. Pasado este plazo se los considera ilegales.

Mientras estaba en esta zona de México investigando, comenzaron a llegar jóvenes venezolanos. Mendigaban en la plaza de la ciudad y trataban de sobrevivir. Los trayectos de sus viajes no son fáciles: deben cruzar la selva entre su país y Panamá, y luego recorrer Centroamérica. Esa semana sucedieron dos hechos noticiosos: el primero es que un grupo de jóvenes venezolanos asaltó a una pareja y se constataron abusos sexuales. Esto trajo consigo un operativo de desalojo de los campamentos de inmigrantes. Luego de unos días en un pueblo cercano fueron detenidos unos jóvenes inmigrantes. Murieron en el calabozo por la brutalidad policial.

Jesús viene caminando desde Venezuela. En la ruta dejó a su pareja. Con ella caminaban 70 kilómetros diarios, ocultándose de la policía entre los matorrales. Pero la joven no pudo seguirle el paso. La tuvieron que operar de una pierna en Costa Rica. “Eso no es nada, pasé por el Tapón del Darién en Panamá, esa selva impenetrable. Crucé 20 veces el río y subí los escarpados. Un hombre de la caravana cayó y quedó ahí sin salir. Ese paso es infernal.”

Los habitantes de la comunidad ecológica Quetena , que preside Claudio Ramírez, se emplaza a las afueras de Calama. Ahí podemos encontrar a más de 500 habitantes chilenos, colombianos, peruanos y bolivianos. Todos tienen los mismos sueños y trabajan duramente. Claudio vivió como inmigrante en Colombia. Allí conoció a su pareja, Libia. Actualmente, en su sitio crían animales y tratan de mantener una pequeña huerta. Para quienes no han habitado este sitio, el desierto es inhóspito, pero ellos se organizan para logar que las autoridades de turno les entreguen agua por medio de los camiones repartidores. El agua, el elemento más preciado en este lugar.

“Aquí ayudamos a todos los vecinos, no importando de qué nacionalidad sean. Los apoyamos para que surjan. En asambleas definimos el ingreso de los nuevos integrantes. Aquí, hace 15 años, cuando llegamos, no había nada. Hemos trabajado mucho para organizar nuestro espacio y construir nuestros hogares. Nos respetamos y avanzamos por un camino colectivo de dignidad.”

Myriam es la cuñada de Claudio. Llegó a Chile para escapar de la violencia de su país. Su pareja fue preso político y ella escapó a tanta presión. Es diseñadora y se dedicó al mundo editorial. Aquí ha trabajado en varias labores y actualmente es guardia de seguridad. En su tiempo libre conduce un taller de artes y una ludoteca destinada a los niños de la comunidad. Myriam sigue en su activismo de juventud. Le pedí que me mostrara sus pinturas y en sus cuadros se ve un paisaje completamente distinto. Traduce en estas obras sus recuerdos llenos de paisajes verdes y cultivos, opuestos a su realidad actual, donde junto a sus vecinos paga casi 10 veces el valor del agua potable.

La señora Antonia se vino desde Bolivia con su hijo. Su situación no es la más cómoda, pero trabaja vendiendo comida y los fines de semana prepara el tradicional plato altiplánico cocinado a base de maíz y carne, la patasca, cuya preparación puede tomar doce horas. Cocina y sirve este caldo en un comedor improvisado en la feria del lugar. Aquí encontró trabajo con su prima y se empeña en mantener al menos por un día a la semana las tradiciones de su país. “Yo me vine por trabajo. Estaba muy mal en mi país. Traje a mi hijo para que tenga mejor futuro, que estudie y sea para bien.” Su hijo, Jerson, quiere ser mecánico automotriz. Es joven de pocos amigos y al comienzo fue desplazado por su origen. Hoy ya se acostumbró y al igual que otros jóvenes inmigrantes que llegan con sus padres se proyecta laboralmente.



Elena es colombiana y vivió sin duda uno de los episodios más fuertes junto a su hija. Ellas construyeron una pequeña casa frente a la comunidad Quetena. Una mañana, sin haber recibido una orden de desalojo, vinieron unos hombres y con una máquina aplanadora destruyeron su casa y todos sus bienes. Quedaron en la calle, durmiendo junto a los escombros por tres noches hasta que los vecinos las acogieron. Mientras sucedía el hecho fueron víctimas de insultos racistas por parte de las autoridades. Claudio, el dirigente vecinal, fue llevado detenido por defenderlas.”. Claudia, hija de Elena, era muy pequeña cuando sucedió este episodio: “destruyeron todo, no me dejaron sacar mis juguetes. El ruido de la máquina me traumó. Cuando veía una por la calle me ponía a llorar. Pese a todo eso me gusta estar aquí, conozco Colombia, pero aquí están mis amigos”, relata Claudia.

Estas no son las únicas acciones violentas que han sufrido estas personas, motivadas por racismo. Elena me cuenta esto: “cuando fui a inscribir a mi hija al jardín infantil, la directora me dijo que nos fuéramos de aquí, que nosotras no pertenecíamos a este lugar. Me hizo la vida imposible, me amenazó con denunciarme a la PDI porque no le gustaba como peinaba a mi hija, por su pelo, no le gustaba las sábanas que yo le llevaba, ahí sentí ese racismo terrible.

Yessica viene de la zona más boscosa de Bolivia. Se vino junto a su hija a Calama. Aquí encontró una pareja y tuvo un hijo chileno. Ambos trabajan y reciben de visita a sus hermanos, quienes ya están acostumbrados a ingresar por Colchane; pagan por el traslado en furgones que los llevan por rutas desconocidas hasta Calama. Sus parientes bolivianos trabajan durante los meses que les dura el salvoconducto: reúnen dinero y regresan a Santa Cruz. Este periplo es común en la zona altiplánica. Yessica me comenta esto: “Al principio no fue nada fácil, pagaban mal, pero fui acomodándome. Estuve a punto de devolverme, pero una no quiere regresar sin nada, sin haber cumplido sus metas, por eso muchas veces te sometes a cuestiones que no son buenas; de una u otra forma aquí te miran el color de tu piel para valorarte. Tengo amigas que fueron mal tratadas por su aspecto físico, eso se ve y te lo hacen sentir”. Su hija Yesenia ya se acostumbró a Chile y piensa estudiar arquitectura. Tiene metas distintas y busca cambiar su realidad insertándose en el tejido social, buscando nuevas oportunidades.

Con Donny, Audry, Even y Eduardo nos juntamos a conversar en el mural de Big Pun, el rapero puertorriqueño que desarrolló su particular estilo en las mismas calles del Bronx donde hoy es homenajeado. El lugar es como esas películas gringas de la década de los ochenta, donde el metro pasa por sobre nuestras cabezas, las ambulancias y vehículos policiales corren haciendo sonar sus sirenas. Aquí los carteles anuncian todo en español, la mayoría de los locales comerciales son atendidos por latinos y la música del sur se escucha fuerte, como marcando el territorio imaginario de la añoranza. La reunión en este punto no es casual: mis nuevos amigos también son artistas raperos. Cada uno tiene distintas realidades y disimiles trayectorias en la Gran Manzana, pero se conocen y trabajan juntos.

Donny es colombiana. Me dice que sueña “con ser una gran artista en la pintura, en la música. Me gusta este lugar porque hay una ebullición del arte en muchas formas. Esta ciudad es tan rápida que te obliga a moverte y hacer. Sin arte yo ya sería un zombi en este lugar. El arte es mi catarsis”. Ella vive con su gato; renta un departamento en el cual todavía no tiene muebles, trabaja de garzona y en sus tiempos de descanso desarrolla su arte. Está de forma ilegal, pero sabe que no puede regresar a su país porque no podrá entrar nuevamente a Estados Unidos. Como me dice Donny, ella vive en una “jaula de oro”.

En mi cabeza resuena la canción de los Tigres del Norte que habla sobre las personas que viven sin papeles en Estados Unidos.

Aquí estoy establecido
En los Estados Unidos
Diez años pasaron ya
En que crucé de mojado
Papeles no he arreglado
Sigo siendo un ilegal.

[…]

De que me sirve el dinero
Si estoy como prisionero
Dentro de esta gran nación
Cuando me acuerdo hasta lloro
Aunque la jaula sea de oro
No deja de ser prisión…


Audry es mexicana y me relata muchas de las contradicciones de este sistema capitalista. “Las oportunidades no son como las imaginamos. Cuando toda tu vida has vivido con carecía, te quedas en el lugar que te promete las oportunidades y crees que eres más digno porque puedes pagar tu renta o tener un carro, es un trauma económico. Tiene que ver con que el tejido social en nuestros países de origen está roto, y se agudizan las carencias, terminas aceptando esta condición de trabajar sin parar.” Cuando llegó a NYC, fue con el objetivo que tienen todos sus colegas: buscaba el éxito. Hoy ya se encuentra en una posición más cómoda con respecto a la circulación de su música; al parecer, en Latinoamérica premiamos a quienes logran sobrevivir en el gigante capitalista. “Aquí tus ideales políticos se ven reducidos por las cuentas. Da lo mismo lo que pienses, el sistema te acorrala con las cuentas y hay que pagarlas. Los trabajos para los indocumentados se pagan a la mitad con relación a las personas que tienen papeles; esto te va mermando los sueños. Es muy caro resolver tu visa de residencia y establecerte, pero los latinoamericanos somos trabajadores. Aquí entendí que existen las jornadas laborales de dieciocho horas.”

Even salió de Colombia por la crisis social que la llamaron el “Paro”, uno de los estallidos sucedidos en Sudamérica en los últimos años. Es rapero hace 23 años y emigró porque fue amenazado tras documentar el “Paro”. Su hermano era de la primera línea y fue asesinado en esos oscuros días de Colombia. “Vengo aquí por un sueño. Siempre he pensado que NY es la meca del rap, siento que tengo el nivel para lograrlo.” Even busca una visa de asilo político. “Si no lo logro, puedo obtener la visa tipo U, para profesionales, pero no tengo quince mil dólares para hacerlo. Aquí los inmigrantes son un gran negocio, imagina que todos pagan por sus visas, hay miles en ese trámite, es un gran negocio”.



Even y Eduardo, el chileno de este grupo, se suben a cantar al metro, rapean en español con ritmos latinos, lo hacen muy bien. Se juntan en la ruta del metro y ponen su parlante; se bajan y cambian de carro. Ellos buscan la vida y sus sueños, han recorrido todas nuestras tierras latinas y ven las oportunidades en este lugar. Aquí lo latino ha copado el Bronx, te sientes conectado con tus códigos de origen y la comida es más barata que en otros lugares de NYC. Pero también ves el cansancio de las personas debido a las extensas jornadas laborales. Los que están de forma ilegal se escabullen y optan por trabajos mal remunerados, buscan el sueño capitalista que se transmite desde la precariedad de sus pueblos de origen. Dejan todo por algo que, por lo visto, está reservado para pocos.

Caminamos tomando fotografías, entramos a comprar sándwiches, nos vamos a la plaza a comer y a compartir, nos reímos y nos contamos nuestras vidas. Así somos los latinos, nos contamos nuestras historias, ya no hay que simular grandezas y éxito, somos lo que nos tocó. Me siento parte de ellos, quiero tener sueños y vivirlos. Seguro que llegué hasta aquí por eso mismo. Nos tomamos la tarde para hablar, dejamos nuestra rutina, no queremos volver a ese cotidiano neoyorquino del tiempo agobiante. Somos una pequeña isla en la rapidez de la ciudad. Extrañamos nuestras comidas y sabores, los colores y las risas fuertes, el humor barroco y la tristeza compartida en la catarsis familiar, la fiesta y la pobreza que nos provoca ganas de gritar y superar nuestra miserable realidad colectiva. Llegó el momento de despedirnos. Compartimos un momento de ilusión en ese recreo latinoamericano. El idealismo tardío estimula a creer en algo mejor, las fuerzas juveniles animan esos pensamientos revolucionarios que el capitalismo ha sepultado. En estos idealismos, que contradicen el materialismo en el cual sustento mi condición política, habitan las pulsiones humanas que con los años han dejado en evidencia las desigualdades.

Tomamos el metro y seguimos viaje a la calle 70, en pleno Bronx. El señor que renta una habitación junto a nosotros me cuenta que se vino muy joven a NYC. Fue un perseguido político en Puerto Rico por parte de los partidarios de Trujillo, dictador que por décadas controló las elecciones en la isla e instaló a sus sucesores. Empatizo con Ismael, que me habla de poetas chilenos y canta fragmentos de Violeta y Víctor. Su relación con la izquierda parece un sueño idealista en este lugar. Junto a un amigo mantiene vivo su corazón revolucionario. Juegan ajedrez en la 64, se comparten libros en español y relatan a diario sus vidas. Van solitarios y sigilosos tratando de pasar inadvertidos en medio del bullicio capitalista. El Bronx pareciera ser el lugar para la izquierda popular, no esa izquierda intelectual del Nueva York académico que desborda en la clase media culta que siempre vota por opciones más progresistas, lejanas a nuestras realidades apasionadas y latinoamericanas. Lejos de nuestras singulares militancias subjetivas y añejas, llenas de contradicciones, que nuestros coterráneos ya bien instalados por acá ven como menores o tal vez como amenaza, pues se trata de un relato encarnado y no visto desde el privilegio, siempre contradictorio.

Vuelvo al lugar donde años atrás vi una fotografía de Hugo Chávez en una vitrina. Quise probar si la encontraba en el mismo sitio. Estaba frente a la catedral de San Patricio, el sacro lugar adonde fue llevado el cuerpo de Gabriela Mistral para ser despedido. Ahora, allí donde lucía la imagen de Chávez solo cuelga desgreñada la bandera de Venezuela. El edificio del consulado está completamente desocupado y sucio. A pocos metros, el Rockefeller Center ya no expone el mural posrevolucionario de Diego Rivera y en el vecindario la Trump Tower luce doradas las letras de ese nefasto presidente.

Aquí soñaba con hacer coincidir mis narrativas idealistas, eso de las historias surrealistas de nuestra América Latina, de nuestro capital ideológico, de las contradicciones. No sé si existe un hecho particular, pero en estas cuadras, ya sea por lo que significan para el poder o por coincidencia, se conjugan los símbolos que han guiado este ensayo visual.

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[1] Escobar, Matilde (2013). Entre Calibán y Ariel. Apuntes para una lectura sobre la identidad en el pensamiento teórico-literario de América Latina. Mendoza: CONICET, p. 16.


[2] Heyman, Josiah (2012). Capitalismo, movilidad desigual y la gobernanza de la frontera México-Estados Unidos. Oaxaca: Sur+ediciones, p. 32.

[3] Tijoux, María (2016). Racismo en Chile. La piel como marca de la inmigración. Santiago: Editorial Universitaria, p.15.

[4] Mistral, Gabriela (1938). Tala. Buenos Aires: Sur, p. 127.


[5] Todas las citas a personas migrantes en esta publicación son transcripciones de entrevistas grabadas en audio, previa su autorización.

[6] Lewis, Sarah (2019). “El sesgo racial integrado en la fotografía”, 25 de abril, disponible en: www.nytimes.com/2019/04/25/lens/sarah-lewis-racial-bias-photography.html.




[7] Molina, Inés (2016). Tres negras gracias. Comentarios sobre antropología, historia y fotografía. En Racismo en Chile, La piel como marca de la inmigración. María Tijoux (edi). Santiago: Editorial Universitaria.