TWELVE


por Joaquín Rodríguez, 2021

Imágenes difusas se intercalan con rostros enigmáticos, cuyos rasgos parecieran ser sacados de lugares distantes y que a la vez pertenecen a un solo territorio, cuya ubicación y tiempo no parecieran ser relevantes en este relato. Un lugar en donde conviven espectros con personas, en donde el vacío predomina, a veces con una oscuridad envolvente y otras con blancos que difuminan la imagen, o simplemente llenan las páginas con ausencia.

Todo esto envuelto en una atmósfera de granos argénticos que se mezclan con la textura de la impresión risográfica, un caldo de cultivo perfecto para que el misterio aflore en cada vuelta de página y broten así primero las preguntas, luego la incómoda sensación del desorden irreversible, de la necesidad no saciada de conectar las imágenes, de contextualizarlas o llevarlas a un lugar que se nos vuelva más ameno, por lo menos más común. Y es entonces cuando la aparente abstracción empieza a tener sentido, por lo menos en aquellas mentes que necesitan dárselo ó aferrarse a ello.

Así podría comenzar a describir Twelve, libro del fotógrafo chileno Manu Castillo lanzado en 2019 por ZuniZines, en una muy cuidada edición. Partiendo por la textura de la tinta embalsamada, casi azarosamente sobre un papel grueso y rugoso. En la portada ya es posible sentir la enigmática aura que envuelve a este libro, a la que se suma el misterioso número que da nombre al trabajo, premonición del viaje inmaterial que su autor nos presenta; a su búsqueda. Según señala un texto que acompaña el libro en una pequeña postal de una de las imágenes contenidas, “el doce se relaciona con el inconsciente colectivo, la renuncia y el exilio”, pistas que pueden ser usadas caprichosamente para guiar la lectura de sus imágenes.


Y ciertamente se pueden vislumbrar los viajes que el fotógrafo ha realizado, las situaciones plasmadas que se corresponden con tiempos y lugares específicos, con pequeños guiños esparcidos a lo largo de las páginas, pero en donde la intención obsesiva de no completar, de recortar o de desenfocar nos transporta a un paisaje onírico, a un viaje de autoexploración que deambula entre las vivencias pasadas, los fantasmas internos, los anhelos del mundo contemporáneo y las pesadillas lynchianas. Tal vez es también una forma de recordar, no con imágenes vívidas de lo ocurrido, sino con pedazos del subconsciente, algo que quedó bajo el plano de lo evidente, oculto en algún lugar de la mente.