Josefa Díaz

La necesidad de hacerse presente

por Axel Indey - 2021
En la interfaz de Zoom un pequeño símbolo de carga anuncia la llegada de Josefa Díaz a la reunión. Cuando la cámara se enciende, el abanico de colores de su vestimenta se materializa antes que su mismo rostro, antes de que su voz animada rompa el silencio con el obligatorio chequeo de los micrófonos y la banda ancha. La fotografía de Josefa Díaz se caracteriza por eso: por una explosión de colores que rompe como un hacha el ojo del observador. Sentada allí, con las piernas cruzadas y una amplia sonrisa en el rostro, da la impresión de que son los colores de su existencia cotidiana los que se derraman sobre el papel fotográfico y dan vida a su obra.

“Soy una persona muy visual”, asegura Díaz en conversación con Letargo Revista. “Si algo no me atrae visualmente me genera ruido e insatisfacción. Eso me llamaba mucho la atención cuando era pequeña porque yo pintaba, agarraba colores y los mezclaba. Así partió todo: con la pintura, porque no tenía acceso a una cámara a los cuatro años”.

La primera cámara llegó a los once, cuando al fin tuvo la edad para decidir su regalo de cumpleaños. Nada muy aparatoso ni llamativo, casi un juguete con el que capturó miles de imágenes sin ningún orden ni hilo conductor específico. Pasarían muchos años hasta que la santiaguina comenzara a percibirse a ella misma como fotógrafa. El momento llegó, como casi todo en su vida, gracias a un impulso, un movimiento espontáneo del brazo que la llevó a agarrar su pequeña cámara antes de partir a un viaje a Brasil. Allí, asegura, solo se dedicó a disparar.

“Nunca hubo nada por detrás, ninguna intención, y al ser una cámara análoga no podía ver las fotos ni había espacio para criticarme a mí misma. Y cuando llegué de este viaje y revelé este rollo me puse a llorar. Quedé para adentro, yo no sabía que podía hacer algo así. Ahí dije ‘basta de esta inseguridad, lo tengo que mostrar, tengo que hacer algo con esto’”.

La espontaneidad no es solo un rasgo de carácter de la fotógrafa, es también un motivo recurrente en gran parte de su obra. En muchas de sus imágenes se cuelan partes de su cuerpo; unas manos asomadas o la sombra de unos dedos se despliegan sobre objetos que podrían protagonizar por sí solos la fotografía. Es ese jugueteo infantil, esa necesidad de hacerse presente en lo capturado, lo que mejor define su proceso creativo.
Y es que para Díaz no es fácil trazar líneas divisoras entre su arte y su vida. Ambas nacen desde los impulsos, desde una emocionalidad que entra por los ojos y se derrama sobre el papel fotográfico. Similares razones la llevaron a radicarse en Farellones, donde hoy trabaja como instructora de ski para los turistas que llegan intentando escapar de la cotidianidad de la ciudad. Díaz sabe sobre esto: también ella dejó Santiago en busca de un estilo de vida distinto al que se le había prometido en la escuela de diseño donde cursó sus estudios universitarios.

“Me encanta el diseño, pero me aburre ejercerlo porque hay que pensar mucho en el usuario, en la persona que va a recibir el mensaje. No puedo expresarme a mí misma, sino que tengo que pensar en muchas otras partes y se me complica la ecuación. Lo que me gusta de la fotografía es que es ahora, este es el minuto, viste la foto y la sacaste. Un segundo después ya no es la misma foto”.

En la montaña y en la nieve, declara, puede estar más conectada con el entorno y ser partícipe de los cambios de la naturaleza. Es esta certeza del cambio constante, esta fe en la mutabilidad del entorno y del ser humano mismo, la que se mueve bajo el ojo inquieto de Díaz.

“Soy una persona que necesita estar en constante cambio, es una de las cosas que más me inspiran. Por eso preferí una vida más nómade, porque me permite tener más impulso creativo. Y la fotografía es una extensión de mi ser”.