SILAVARIO: La construcción visual de lo imperfecto en la ciudad desde las estéticas del caminar
por Felipe Muñoz Tirado - 2023
El
ejercicio de observación en la fotografía no es solo un ejercicio visual, sino
que presenta en su accionar el uso de todos sentidos para habituarse y el
reconocerse como sujeto dentro del espacio.
David Le Bretón lo plantó de manera precisa en su libro “El elogio del caminar”, donde el acto mismo de ser un caminante, implica necesariamente ser también un observador:
“Caminar reduce la inmensidad del mundo a las proporciones del cuerpo. El hombre se entrega a su propia resistencia física y a su sagacidad para tomar el camino más adecuado a su planteamiento, el que le lleve más directamente a perderse si ha hecho del vagar su filosofía primera, o el que le lleve al final del viaje con la mayor celeridad si se contenta simplemente con desplazarse de un lugar a otro”.
Es en este ejercicio, el de subvertir el cotidiano y la producción fotográfica, que el fotógrafo consciente se vuelca a las calles sin un objetivo concreto, sin cumplir un horario ni destino, abierto a la posibilidad de encontrarse con el mundo y que este se abra a la mirada del fotógrafo, el que lo convierte en su paisaje por construir.
La posibilidad de construir la ciudad a través de la fotografía, es en concreto el poder de la mirada del fotógrafo materializada. Donde el paisaje graficado a través de la cámara no se convierte en más que la cartografía del espacio habitado, y por habitar.
Es en el fotolibro de Sebastián Mejia, en que se evidencia con claridad lo planteado; un fotógrafo que actúa desde el interés por la ciudad como posibilidad creativa, incierta, inconclusa y, por sobre todo, propia.
El interés por lo efímero y la búsqueda de lo desconocido, sumado a la práctica de la deriva en el caminar sin un rumbo, posibilitan la secuenciación de un relato visual que habla de aquellos objetos olvidados por los habitantes y transeúntes de los espacios comunes de la ciudad.
Objetos que cumplen, en rigor, ninguna función particular, que parecieran estar olvidadas en el rincón de la calle que permiten el correcto paso y el correcto andar de aquellas personas que se mueven por la ciudad desde sus hogares hasta sus trabajos y viceversa.
Objetos que, bajo la mirada de la ciudad del capitalismo tardío, representan un desperdicio material sin un propósito productivo, un error en el ejercicio o simplemente un proyecto puntual abandonado por la vertiginosidad de la ciudad misma.
Que dentro del diagrama rutinario de Humberto Gianini, estarían planteados dentro del recorrido rutinario del espacio social, lugar donde se articulan encuentros, convergencias y desencuentros. Espacio social colectivo, pensado como lugar de tránsito fluido, sin nombre, sin propiedad ni fin:
“Decíamos que frente al domicilio y al trabajo, la calle aparece como un territorio abierto. Y esta expresión 'abierto' significa en su mayor cercanía a la literalidad: lo que puede llevar a muchos lugares diversos de los extremos que conforman el trayecto consabido, fijo, de la rutina. En este sentido —al que ya volveremos más tarde— la calle, además de medio, es Límite de lo cotidiano: permanente tentación de romper con las normas, con los itinerarios de una vida programada; permanente posibilidad de encontrarse uno en aquel status devia- tionis de que habla la teología”.
Son precisamente estos errores y construcciones inconclusas, que habitan el espacio común de la calle, las que van articulando una narrativa de lo imperfecto, objetos que no le pertenecen a nadie y que precisamente no sirven para nada, construcciones fallidas sin un propósito.
Objetos que parecieran ser “protoesculturas” de una ciudad optimizada, sumada a las innumerables imperfecciones de la ciudad se convierten en Silavario de Sebastián Mejia en la posibilidad misma de su propia ciudad imperfecta.
Una ciudad constituida en los cimientos de su propio recorrido cotidiano sin rumbo, una característica fundamental para construir y mapear el lugar que no es ningún lugar en específico, con objetos que probablemente se vayan modificando con el pasar del propio tiempo, como recursos efímeros del paisaje no natural.
David Le Bretón lo plantó de manera precisa en su libro “El elogio del caminar”, donde el acto mismo de ser un caminante, implica necesariamente ser también un observador:
“Caminar reduce la inmensidad del mundo a las proporciones del cuerpo. El hombre se entrega a su propia resistencia física y a su sagacidad para tomar el camino más adecuado a su planteamiento, el que le lleve más directamente a perderse si ha hecho del vagar su filosofía primera, o el que le lleve al final del viaje con la mayor celeridad si se contenta simplemente con desplazarse de un lugar a otro”.
Es en este ejercicio, el de subvertir el cotidiano y la producción fotográfica, que el fotógrafo consciente se vuelca a las calles sin un objetivo concreto, sin cumplir un horario ni destino, abierto a la posibilidad de encontrarse con el mundo y que este se abra a la mirada del fotógrafo, el que lo convierte en su paisaje por construir.
La posibilidad de construir la ciudad a través de la fotografía, es en concreto el poder de la mirada del fotógrafo materializada. Donde el paisaje graficado a través de la cámara no se convierte en más que la cartografía del espacio habitado, y por habitar.
Es en el fotolibro de Sebastián Mejia, en que se evidencia con claridad lo planteado; un fotógrafo que actúa desde el interés por la ciudad como posibilidad creativa, incierta, inconclusa y, por sobre todo, propia.
El interés por lo efímero y la búsqueda de lo desconocido, sumado a la práctica de la deriva en el caminar sin un rumbo, posibilitan la secuenciación de un relato visual que habla de aquellos objetos olvidados por los habitantes y transeúntes de los espacios comunes de la ciudad.
Objetos que cumplen, en rigor, ninguna función particular, que parecieran estar olvidadas en el rincón de la calle que permiten el correcto paso y el correcto andar de aquellas personas que se mueven por la ciudad desde sus hogares hasta sus trabajos y viceversa.
Objetos que, bajo la mirada de la ciudad del capitalismo tardío, representan un desperdicio material sin un propósito productivo, un error en el ejercicio o simplemente un proyecto puntual abandonado por la vertiginosidad de la ciudad misma.
Que dentro del diagrama rutinario de Humberto Gianini, estarían planteados dentro del recorrido rutinario del espacio social, lugar donde se articulan encuentros, convergencias y desencuentros. Espacio social colectivo, pensado como lugar de tránsito fluido, sin nombre, sin propiedad ni fin:
“Decíamos que frente al domicilio y al trabajo, la calle aparece como un territorio abierto. Y esta expresión 'abierto' significa en su mayor cercanía a la literalidad: lo que puede llevar a muchos lugares diversos de los extremos que conforman el trayecto consabido, fijo, de la rutina. En este sentido —al que ya volveremos más tarde— la calle, además de medio, es Límite de lo cotidiano: permanente tentación de romper con las normas, con los itinerarios de una vida programada; permanente posibilidad de encontrarse uno en aquel status devia- tionis de que habla la teología”.
Son precisamente estos errores y construcciones inconclusas, que habitan el espacio común de la calle, las que van articulando una narrativa de lo imperfecto, objetos que no le pertenecen a nadie y que precisamente no sirven para nada, construcciones fallidas sin un propósito.
Objetos que parecieran ser “protoesculturas” de una ciudad optimizada, sumada a las innumerables imperfecciones de la ciudad se convierten en Silavario de Sebastián Mejia en la posibilidad misma de su propia ciudad imperfecta.
Una ciudad constituida en los cimientos de su propio recorrido cotidiano sin rumbo, una característica fundamental para construir y mapear el lugar que no es ningún lugar en específico, con objetos que probablemente se vayan modificando con el pasar del propio tiempo, como recursos efímeros del paisaje no natural.
La caminata a la deriva, lenta y reflexionada
de Sebastián para dar -inesperadamente- con cada uno de estos objetos, sumada a
la lentitud técnica que implica el cargar con una cámara de medio formato, en
tiempo donde la lentitud apremia, se presenta como posibilidad incluso política
dentro de la fotografía, apuntando hacia una ecología de la producción
fotográfica y hacia el recurso reflexivo de la misma. Tal como lo definía en su
momento Guy Debord en su teoría de la deriva:
“Una o varias personas que se entregan a la deriva renuncian durante un tiempo más o menos largo a las motivaciones normales para desplazarse o actuar en sus relaciones, trabajos y entretenimientos para dejarse llevar por las solicitaciones del terreno y por los encuentros que a él corresponden”.
Es esta disposición de la ciudad y en el propio espacio de esta, la que va fundamentando la lentitud contrahegemónica de la ciudad de la eficacia, el rendimiento y la alta productividad.
La fotografía lenta no sólo entendida como aquella capaz de detener el tiempo en sí mismo, sino también como aquella capaz de detener por un instante la velocidad de la misma ciudad, donde no se cuestiona - ni importa - la veracidad de la fotografía o lo fotografiado.
“Silavario” se va construyendo como el documentalismo de lo impropio para la ciudad, el documentalismo de lo que no vemos, o de lo que no queremos ver, pero que de alguna forma se constituye como parte de nuestro cotidiano e ineludiblemente de la estética de lo que somos; un sin fin de objetos apartados porque fueron reemplazados por otros, proyectos a medio terminar e imperfecciones menores que pasan sin mayor importancia.
La poética de esta publicación radica en la autenticidad de lo registrado: esa poética de lo imprevisto en la ciudad.
Es esa posibilidad de registro donde radica lo poético, ese acto de habitar un paisaje de lo imperfecto, donde nada fue pensado, nada es utilitario y probablemente no se mantenga como tal en el tiempo, sino que, por el contrario, se va modificando, destruyendo y/o moviendo.
Las fotografías de Mejia, leídas fuera de su contexto (el fotolibro), parecieran ser la de un paisaje concreto, que nos suena familiar e incluso, hasta irónico. Pero leída en su contexto, en su narrativa visual, somos capaces de reconocer en esa lectura, una intencionalidad, la construcción de la ciudad del autor, la ciudad construida en el andar del mismo.
Es este acto, el de recorrer la ciudad e interpretarla a su antojo, más allá del constructo impuesto para la misma, el que se asemeja en la práctica al ejercicio del Flâneur, sujeto detectivesco descrito por W. Benjamin que es habitante de la ciudad y testigo imperceptible consciente de sus cambios, capaz de reconocerlos y hacer una crítica de estos. Un sujeto que disfruta por doquier de su incognito.
Haciendo de la fotografía un medio, y del medio la posibilidad de comunicar la ciudad imperfecta a la que se pertenece, fuera de los estándares urbanos, fuera de las lógicas productivistas de la misma.
“Silavario”, entonces, se constituye como un cúmulo de objetos imprevistos, un cúmulo de errores, acumulados a través de la errancia, que hacen del autor un constructor de caminos y de ciudades. Que cargando la cámara es capaz de construir también la mirada sutil de esta. Sin un propósito utilitario específico, sin un interés concreto más que el de buscar sentirse parte de un espacio común habitado, pero desapercibido en el mismo cotidiano.
Lee el ensayo en su versión extendida y académica acá
Fotografías de Sebastián Mejia
Fotolibro publicado por Ediciones La Visita
Editado por Miguel Ángel Felipe
Diseñado por Aribel Gonzalez
“Una o varias personas que se entregan a la deriva renuncian durante un tiempo más o menos largo a las motivaciones normales para desplazarse o actuar en sus relaciones, trabajos y entretenimientos para dejarse llevar por las solicitaciones del terreno y por los encuentros que a él corresponden”.
Es esta disposición de la ciudad y en el propio espacio de esta, la que va fundamentando la lentitud contrahegemónica de la ciudad de la eficacia, el rendimiento y la alta productividad.
La fotografía lenta no sólo entendida como aquella capaz de detener el tiempo en sí mismo, sino también como aquella capaz de detener por un instante la velocidad de la misma ciudad, donde no se cuestiona - ni importa - la veracidad de la fotografía o lo fotografiado.
“Silavario” se va construyendo como el documentalismo de lo impropio para la ciudad, el documentalismo de lo que no vemos, o de lo que no queremos ver, pero que de alguna forma se constituye como parte de nuestro cotidiano e ineludiblemente de la estética de lo que somos; un sin fin de objetos apartados porque fueron reemplazados por otros, proyectos a medio terminar e imperfecciones menores que pasan sin mayor importancia.
La poética de esta publicación radica en la autenticidad de lo registrado: esa poética de lo imprevisto en la ciudad.
Es esa posibilidad de registro donde radica lo poético, ese acto de habitar un paisaje de lo imperfecto, donde nada fue pensado, nada es utilitario y probablemente no se mantenga como tal en el tiempo, sino que, por el contrario, se va modificando, destruyendo y/o moviendo.
Las fotografías de Mejia, leídas fuera de su contexto (el fotolibro), parecieran ser la de un paisaje concreto, que nos suena familiar e incluso, hasta irónico. Pero leída en su contexto, en su narrativa visual, somos capaces de reconocer en esa lectura, una intencionalidad, la construcción de la ciudad del autor, la ciudad construida en el andar del mismo.
Es este acto, el de recorrer la ciudad e interpretarla a su antojo, más allá del constructo impuesto para la misma, el que se asemeja en la práctica al ejercicio del Flâneur, sujeto detectivesco descrito por W. Benjamin que es habitante de la ciudad y testigo imperceptible consciente de sus cambios, capaz de reconocerlos y hacer una crítica de estos. Un sujeto que disfruta por doquier de su incognito.
Haciendo de la fotografía un medio, y del medio la posibilidad de comunicar la ciudad imperfecta a la que se pertenece, fuera de los estándares urbanos, fuera de las lógicas productivistas de la misma.
“Silavario”, entonces, se constituye como un cúmulo de objetos imprevistos, un cúmulo de errores, acumulados a través de la errancia, que hacen del autor un constructor de caminos y de ciudades. Que cargando la cámara es capaz de construir también la mirada sutil de esta. Sin un propósito utilitario específico, sin un interés concreto más que el de buscar sentirse parte de un espacio común habitado, pero desapercibido en el mismo cotidiano.
Lee el ensayo en su versión extendida y académica acá
Fotografías de Sebastián Mejia
Fotolibro publicado por Ediciones La Visita
Editado por Miguel Ángel Felipe
Diseñado por Aribel Gonzalez